El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, ha dado un paso más en la consolidación de su gobierno autoritario con la aprobación de una controvertida reforma constitucional que extiende los periodos presidenciales de cinco a seis años y establece oficialmente el cargo de “co-presidenta”, un puesto que será desempeñado por su esposa y actual vicepresidenta, Rosario Murillo.
La reforma, que fue impulsada por una Asamblea Nacional de ese país, aumenta significativamente el control del Ejecutivo sobre las instituciones del país, generando fuertes críticas tanto a nivel nacional como internacional.
La reforma otorga al presidente la capacidad de «articular y supervisar» las acciones de los tres poderes del Estado: el Legislativo, el Judicial y el Electoral. Este cambio, según analistas y expertos en derecho constitucional, anula efectivamente la separación de poderes, consolidando aún más el poder del binomio Ortega-Murillo. La medida refuerza el dominio del régimen sandinista, al tiempo que debilita la autonomía de las instituciones y limita cualquier posibilidad de oposición dentro del Estado.
Además de las reformas estructurales, se incluyeron cambios simbólicos y políticos que refuerzan la ideología del sandinismo. Entre ellos destaca la incorporación de la bandera rojinegra del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) como símbolo oficial del país, lo que profundiza el vínculo entre el partido gobernante y la identidad nacional. Esta medida es vista por muchos como una estrategia para perpetuar el poder del FSLN y asociar la figura de Ortega y Murillo con el futuro del país.
Otro aspecto relevante de la reforma es la reafirmación de la histórica demanda de Nicaragua contra Estados Unidos ante la Corte Internacional de Justicia por su «intervención» en la guerra civil de los años 80. Este gesto busca reavivar el discurso de Ortega contra las potencias extranjeras, presentando a su gobierno como una víctima de las agresiones externas, un tema recurrente en sus intervenciones públicas.
El contexto en el que se ha dado esta reforma es particularmente oscuro, marcado por la represión política que comenzó con las protestas de 2018, cuando la administración de Ortega desencadenó una ola de violencia que resultó en cientos de muertos y miles de detenidos. Desde entonces, Ortega ha eliminado prácticamente toda oposición política: medios de comunicación independientes han sido cerrados, líderes opositores han sido encarcelados, y miles de nicaragüenses se han visto forzados al exilio. Esta reforma constitucional, según analistas, es interpretada como la institucionalización de una dictadura absoluta.
“Esto no es solo una reforma constitucional; es la institucionalización de una dictadura absoluta”, expresó un politólogo nicaragüense exiliado en Costa Rica. Según organizaciones como Human Rights Watch, las «reformas son una táctica más del régimen» para mantenerse en el poder de manera indefinida, sellando el futuro de un país cada vez más aislado a nivel internacional.